viernes, 27 de agosto de 2010

Abusadores en la calle

Con pruebas contundentes en contra de los principales imputados, la fiscalía sigue demorando la elevación a juicio de la causa que involucra a una pareja acusada de abusar sexualmente de cuatro niños de tres años, entre los cuales estaría su propia hija.

Los niños tienen ya seis años. Con vaivenes emocionales y mucha contención familiar y psicológica, están luchando por superar los momentos más traumáticos de su vida. Desde hace dos años, en diferentes instancias, ámbitos y personas, dijeron todo lo que pudieron decir, o les salió decir con palabras, dibujos, gestos o actitudes, sobre los vejámenes y abusos sexuales de las que habrían sido víctimas en la casa de una amiguita a lo largo del 2007 y parte del 2008, cuando tenían poco más de tres años.
Sin comprender racionalmente lo que sufrieron debido a su inmadurez psíquica y emocional, hicieron lo que sus padres, psicólogos y peritos les pidieron: sentarse ante adultos que nada significan en su vida, para relatar el horror. Una y otra vez. Deambularon por pasillos, salas y contextos donde lo placentero no existe para el tiempo biológico que transitan. Enfrentaron, en su tempranísima infancia, la parafernalia judicial para poder contar su verdad. Una verdad que hoy está plasmada en testimonios coincidentes sobre los hechos que se denuncian, en las entrevistas realizadas a sus padres y maestros de jardín, en las desgrabaciones que la fiscalía tiene de lo obtenido en la Cámara Gesell, en los informes que sus psicólogos particulares realizan en forma periódica y entregan a la Justicia, y en las pericias psicológicas que los peritos oficiales del Servicio de Psicología Forense del Poder Judicial realizaron el año pasado a los tres menores implicados en el caso, además de la de los dos imputados mayores.
Estas, más otras pruebas secundarias recogidas por el ministerio público y aportadas por las familias querellantes a lo largo de dos años de investigación, integran una voluminosa causa que la fiscal Dolores Romero Díaz sigue sin elevar a juicio a pesar de contar con un importante “cuadro convictivo”, como se le dice en la jerga judicial a los elementos probatorios. Cansados de esperar una resolución que ponga fin a la incertidumbre de vivir en el pasado, las dos familias querellantes autorizaron a su abogado, Rosendo Montero, a presentar un “pronto despacho” para obligar a la fiscal a tomar una decisión: “O eleva la causa a juicio la semana que viene, o sobresee a los acusados, porque la instrucción está terminada. Después de recibir en diciembre del año pasado los informes que los peritos psicológicos realizaron a los niños y los imputados, lo único que faltaba era la pericia informática de la computadora de los acusados, que la doctora Romero Díaz recibió en marzo pasado. No hay más excusas para seguir dilatando una causa que lleva dos años de investigación, y en las que hay pruebas suficientes para juzgar a esta pareja”, dice Montero, en diálogo con Veintitrés.
Pesadilla interminable. El 26 de agosto del 2008, dos meses después de escuchar por primera vez los espeluznantes relatos de su hija de cuatro años, una de las familias querellantes radicó en la Unidad Judicial de la Mujer y el Niño (especializada en delitos de índole sexual) una denuncia de abuso sexual. El caso recayó en la fiscalía número 3, turno 4, a cargo de Dolores Romero Díaz, quien inició una investigación en contra de Mario y Débora. En forma paralela a la denuncia, los padres de la niña avisaron a las autoridades del jardín maternal donde concurría su hija, porque en los relatos de la menor aparecían participando de juegos perversos otra niña –cuyo padre hizo una exposición, no una denuncia en la Unidad Judicial–, y la hija de Mario y Débora, también compañerita del jardín. Esta información fue suficiente para que los padres de otro niño que concurría al establecimiento educativo prestaran atención a las conductas sexuadas y violentas que su hijo venía evidenciando desde hacía un tiempo, y radicaran otra denuncia en sede judicial. Allí el chiquito describió con lujo de detalles los abusos a los que era sometido en la casa de los imputados.
Con todos estos elementos, más otros testimonios recogidos en el jardín, el 3 de octubre de 2008 la fiscal Romero Díaz procesó y detuvo a la pareja, encerrándolos en la cárcel de Bower con todas las intenciones de imputarlos por “corrupción de menores”, un delito mucho más grave por el cual finalmente fueron acusados: “Abuso sexual con acceso carnal agravado y abuso sexual gravemente ultrajante agravado reiterado”. La investigación continuó con las cámaras Gesell, donde los relatos de los dos niños coincidieron –aunque nunca habrían estado juntos en la casa del acusado–, en la figura de un “lobo” que los perseguía, y de que este era “malo”. Con dibujos, palabras y actitudes, confirmaron lo que habían contado en la Unidad Judicial: que Mario jugaba al lobo en fiestas que organizaba con su mujer, que se desnudaba ante ellos, que se tocaban con su mujer y que los manoseaba.
Cuando todo parecía encaminarse a un juicio seguro a pesar de que todavía faltaban las pericias psicológicas de los imputados y de los menores, el 23 de diciembre la fiscal ordenó la liberación de los detenidos, previa fianza de treinta mil pesos que pagaron los abogados de la pareja: Alejandro Pérez Moreno, del poderoso e influyente estudio Roger, y Mariano Rubio, amigo del imputado e hijo del vocal del Tribunal Superior de Justicia de Córdoba, Luis Rubio. La respuesta de la fiscal a las familias querellantes para argumentar su decisión fue desconcertante: “Yo sé que sus hijos han sido abusados, pero necesito más pruebas para dejarlos en Bower”. La explicación indignó a los padres: “Da que pensar que la presionaron”.
Pericias abrumadoras. Entre marzo y junio del 2009, el Servicio de Psicología Forense practicó las pericias psicológicas de los tres niños implicados en la causa, y la de los dos imputados. Salvo la del varón, que fue realizada por un perito hombre a pedido del niño y que muestra contradicciones con sus relatos anteriores, los resultados de las otras pericias fueron contundentes, sobre todo la de la niña cuyos padres iniciaron esta investigación. “Nuestra hija se iluminó, contó todo. En la pericia salta que fue objeto de conductas sexuales inadecuadas para su edad, y que fue atacada y agredida por un mayor. Habla de Mario Lobo, y de que este le pegó”, dice María, la mamá, a Veintitrés, y agrega: “También repitió que le había bajado la bombacha, que le hizo mal y mencionó junto a ella a la hija de ellos y a la otra nena cuyo padre no realizó la denuncia”. Según María, la perito encontró en su hija síntomas de “trastorno post traumático, y sentimientos de asco, pudor y vergüenza, propios de víctimas menores que han sufrido un abuso sexual”.
Aunque aquí no podemos citar el contenido de la pericias por estar la causa bajo secreto de sumario, Montero reveló que la de la hija de los acusados manifiesta una “forzada resistencia a contar lo que pasó, y que por una fuerte presión, la niña incurre en contradicciones y cambios en el relato”. Y en relación a los principales imputados, las conclusiones tampoco los favorecen, porque hablarían, siempre según Montero, de “personalidades proclives a patologías aberrantes”.
Al ser el abuso sexual infantil un delito que se comete en la intimidad, sin testigos ni huellas claras en el cuerpo, la pericia psicológica se convierte en un elemento central para la evaluación de fiscales y jueces, tanto o más importante que el propio relato de los niños, quienes por su corta edad y ante la gran cantidad de veces que deben repetir algo que no comprenden, muchas veces no sostienen un relato lógico y ordenado de los hechos. Por lo menos así lo entiende el Tribunal Superior de Justicia en un fallo que estos días fue utilizado como ejemplo en un congreso sobre Abuso Sexual Infantil, que culminó hace dos semanas en el Poder Judicial bajo la conducción del fiscal Marcelo Altamirano: “El relato de un niño no puede ser analogado en su tratamiento al de un adulto. En la práctica tribunalicia son frecuentes los casos en los que se advierte que el operador judicial los somete a un minucioso examen lógico, sin tener en cuenta la madurez y afectividad propias de su edad. Semejante abordaje olvida que el método de valoración de la prueba en nuestro sistema procesal –sana crítica racional, art. 193 CPP– no sólo se integra con la lógica, sino también, y en igual medida, con las reglas de la experiencia común y la psicología (T.S.J., Sala Penal, S. Nº 193, 21/12/2006; S. Nº 363, 21/12/2007)”.
A más de un año de las instancias que los llevaron a recorrer juzgados, cámaras Gesell y situaciones conflictivas con el único fin de reparar el inmenso daño sufrido por sus hijos, las familias afectadas cumplieron su parte. Llegó la hora de que quienes tienen en sus manos la obligación de defender los tan mentados “derechos del niño” cumplan la suya. No sólo por los padres de los niños involucrados en esta causa, sino por todas aquellas víctimas de abuso sexual que tienen que sentir que van a ser protegidas por la institución responsable de administrar justicia. Porque más que un aumento de casos, las estadísticas oficiales parecen indicar que la sociedad se está animando a romper el silencio cómplice, para gritar justicia. Sería un retroceso enorme defraudar a todos ellos.

Por Camilo Ratti